Cuando David Hume escribió sus famosos ensayos políticos hace más de doscientos años, es muy probable que para el entorno de la época tales planteamientos hayan significado un enorme avance en cuanto a frenos y controles previstos en la constitución y sus consecuencias casi “matemáticas” debido a las fuerzas de las leyes y formas de gobierno planteadas por él.
Para Hume, la reducción drástica de la discrecionalidad en los temas constitucionales y de gobierno era motivo suficiente para garantizar una buena gestión de gobierno, “incluso para los malvados, mirar por el bien público”. En pocas palabras, bastaba una normatividad clara y bien concebida y una constitución que prevea o facilite el control de la gestión del gobierno para garantizar una buena gobernabilidad en el marco de un régimen “republicano y libre”.
Max Weber también se refiere a la racionalidad del derecho pactado u otorgado con arreglo a fines y/o valores a ser respetados por los miembros de una asociación, y que la administración supone el cuidado racional de los intereses previstos por las ordenaciones de la asociación de acuerdo a las normas establecidas. Para Weber, Estado y empresa son esencialmente homogéneos, y así como el oficial superior atiende los asuntos de la guerra desde su despacho, el funcionario público decide acerca de las necesidades desde la administración. División del trabajo (funciones y tramos de control), competencias fijas (responsabilidades y toma de decisiones), formalismo documental y superioridad jerárquica (estructuras organizacionales, superiores y subordinados), son entre otros los factores de diferenciación y modernización del Estado, el ejército y la empresa. Para Weber, la acción ejecutada y controlada de acuerdo con un plan con arreglo a fines (principios y valores, objetivos y metas claras) por parte del emprendedor o empresario capitalista constituye el punto medular de la racionalidad capitalista.
Doscientos años y cien años después de Hume y Weber respectivamente, hoy en día, hablar de gobernabilidad y gobierno corporativo sin referirse a las prácticas implantadas por los líderes políticos actuales y estilos de gestión a nivel de empresas, sería incurrir en un enorme vacío. La experiencia vivida y los resultados de los últimos doscientos años nos demuestran con evidencias concretas que una Constitución, con normas claras, reglas y procedimientos precisos, estructuras organizacionales y técnicas de gestión adecuadas son elementos importantes pero no los únicos para una buena gestión de gobierno o gestión empresarial. El comportamiento del liderazgo viene a ser entonces un factor clave en el estilo y resultados de la gestión de cualquier organización.
Hoy en día, es el liderazgo político y empresarial el que toma un papel relevante y cada vez mayor en términos de gobernabilidad, y el Ecuador de hoy con todos sus problemas y amenazas (desempleo, emigración e inmigración, inseguridad ciudadana, inseguridad jurídica, narcotráfico y narcolavado, corrupción, bajísima productividad, crisis de valores, hartazgo ciudadano, déficit educacional, crisis generalizada en los servicios del sector salud, COVID-19 y otros) es la mayor prueba de ello, a pesar de las constituciones y abundante normatividad en todos los ámbitos después de 40 años continuos de “vigencia de la democracia”.
Al finalizar la segunda década del siglo XXI, estamos todavía muy lejos de aquel ciudadano virtuoso que Montesquieu consideraba indispensable para vivir bajo un régimen de derecho y el ciudadano formado que sabe por quién vota y porqué vota sigue estando ausente en nuestras democracias formales.
En las empresas modernas, se habla cada vez más en términos de capital humano y de incentivos a la creatividad y productividad de este capital humano, promocionando al máximo el conocimiento explicito traducido en bienes y servicios para la comunidad o sociedad civil. Se repotencian las capacidades, se entrena y educa al personal, se inspira la interiorización de normas y la alineación consiente y voluntaria a la doctrina principios y objetivos de la organización. En otras palabras, el estudio del liderazgo y la formación de líderes se convierte en una línea de acción cada vez más importante para las universidades, tanto en el campo de la política como en el campo de la economía y la administración.
¿Bajo qué condiciones y por qué entonces, el liderazgo que predomina durante los periodos presidenciales en América Latina es un liderazgo de conveniencia, arribista, que busca mantener un statu-quo para consolidar e incrementar privilegios y tratos diferenciados en el marco formal de la institucionalidad liberal democrática?
Se acusa a muchos periodistas, comerciantes, banqueros, académicos, empleados de gobierno y elites partidistas, de aplicar una filosofía política totalmente conformista y de no compromiso con la meritocracia y democracia, salvo cuando hay intereses o coincidencia con los intereses del gobierno de turno. Las divergencias se solucionan por acuerdos y compromisos que ceden participación a los grupos en conflicto (los arreglos cupulares a los que se refiere Simón Pachano) sin tomar en cuenta los intereses de la colectividad. En tal contexto, la integración social y las aspiraciones comunitarias son relegadas solamente para el discurso ideológico e intervenciones públicas (al que denomino hoy en día el discurso pandémico, que dice lo que dice para conseguir que así sea, sin considerar medios y posibilidades reales para alcanzarlo), para el buen marketing político, pero en la realidad, este tipo de liderazgo no tiene norte, carece de misión y compromiso social, tampoco señala una meta o un programa político claro que tracen una trayectoria de gestión integrada (planificar, programar, ejecutar, controlar y evaluar) en función de los intereses y objetivos de la comunidad y sus recursos disponibles.
¿Es una realidad este tipo de liderazgo fundamentalmente “comodín”, que trata de acoplarse con las fuerzas en disputa y se adapta a las circunstancias y sus propios intereses?
Este liderazgo existe y predomina: Sin personalidad propia, con principios y valores circunstanciales, es evasivo o distante, crítico y aparentemente inconforme, pero carente de planteamientos o de un proyecto político que transparente su condición y legitime su acción, de ahí su falta de Responsabilidad Social. Se lo critica por la ausencia de un modelo económico y de políticas que incentiven e impulsen la productividad y el uso eficiente de los recursos de la comunidad (controles de calidad total y círculos de calidad, formación continua del recurso humano, ética laboral y protección del medio ambiente), de ahí su falta de Responsabilidad Económica.
En definitiva, es un liderazgo decadente que se aferra a rangos y privilegios sin más meritos que apelar a la tradición y la herencia, sin referencia alguna al trabajo, la formación, el esfuerzo, o la meritocracia.
Este tipo de liderazgo, tal como lo hemos vivido y sufrido en América Latina busca esencialmente la satisfacción de los actores más que el bien común, busca el monopolio u oligopolio del poder político o económico y se declara, por principio, enemigo de la excelencia. Toda acción e influencia sobre los demás, tiene como sola finalidad la acumulación de poder para consolidar la autoridad que confiere el cargo y obtener mayores beneficios personales o de grupo con mínimo esfuerzo posible; la fijación de precios en monopolio u oligopolio y los abusos de poder. Basta con analizar las crisis tan frecuentes, las cifras de crecimiento económico y redistribución del ingreso, el desempleo, la calidad del gasto público y las condiciones físicas de los sistemas de salud y sistemas educativos para presumir enfáticamente que existen indicios de verdad en tales aseveraciones. La Pandemia Global de COVID-19 ha destapado sin lugar a dudas las falencias e ineficiencia de los sistemas de salud, por ejemplo. Aun más, es un liderazgo cínico o procaz que no vacila en sacar provecho de las desgracias que él mismo provoca, llámense desempleo o emigración masiva, o que provienen del mundo global, como la Pandemia del COVID-19 y los delitos conexos que salen diariamente a la luz. A largo plazo, se busca sencillamente reproducir las relaciones de poder.
Nuestros líderes no interiorizan que el Estado es un constructo, una ficción o mito diría Yuval Noah Harari, una realidad político-administrativa con objetivos y metas específicas, y como tal, una vez que un partido político accede a dirigir los destinos de un país mediante la institución del sufragio, es su obligación gobernar en forma consistente y coherente con las aspiraciones y visión que la comunidad tiene de la sociedad. Es más, se supone que el programa político del partido que obtiene la preferencia electoral es el que mejor responde a esta concepción de la comunidad, pero todos sabemos que esto no es necesariamente así, y que los fenómenos electorales están correlacionados con otros tipos de estímulos clientelares que nada tienen que ver a veces con la ideología o con el bienestar de las grandes mayorías.
Lamentablemente, en la actualidad, la popularidad, el respaldo y la legitimidad de un gobierno está estrechamente vinculada a la atención que este gobierno proporcione a “ciertas” aspiraciones de grupos de interés (política crediticia, aranceles, política cambiaria y otros) o grupos comunitarios (bono de la pobreza, vivienda popular focalizada, instalaciones deportivas), que son mucho más sensibles a los beneficios de corto plazo que a la consistencia ideológica y programática de un partido y soluciones de largo plazo para las exigencias o reivindicaciones y necesidades de la sociedad, de ahí el peligro y las consecuencias negativas de las políticas clientelares y populistas. De ahí también la ausencia de políticas de Estado a largo plazo buscando superar las barreras del subdesarrollo, dando prioridad al discurso y promesas demagógicas que reproducen las relaciones de poder.
Todo lo afirmado nos lleva irremediablemente a la siguiente interrogante: ¿Bajo qué condiciones la conformación de un nuevo liderazgo podría cambiar la realidad política, económica y social de los países latinoamericanos? La respuesta plantea un distanciamiento cada vez mayor entre soluciones teóricas e implementación practica, para generar cambios mediante la educación y formación cívica de nuestros jóvenes estudiantes, de nuestros ciudadanos, como una labor titánica que debe enfrentar la sociedad en general y la Academia en particular, con mallas curriculares al tiempo con la modernidad, para convertir a la sociedad civil en un verdadero sustento de la sociedad política, orientando y controlando la acción de gobierno mediante una inteligente y constante militancia política comprometida. Esta identificación solidaria con la acción política desde la sociedad civil es lo que proporciona constancia y vigor a la acción de los poderes públicos a través de sus líderes. Identificación solidaria que no debe convertirse en simple acatamiento mecánico de la voluntad popular, puesto que el dialogo y la comunicación constante es fundamental para la redefinición permanente del programa de gobierno, de ser necesario hacerlo, por efectos de la misma dinámica social y del mundo globalizado en permanente evolución.
Reconocer las necesidades sociales, definir sus patrones de comportamiento y patrones de consumo, establecer los requisitos de la población y fijar la normatividad para la entrega de beneficios, de bienes y servicios públicos, diseñar una administración ágil y descentralizada para atender a la colectividad y receptar sus opiniones e impresiones, administrar eficaz y eficientemente los recursos de la comunidad, todo este proceso continuo nos permitirá diseñar y rediseñar un programa político realista y dinámico que incorpore los cambios del entorno, y cumpla con las exigencias de calidad de nuestros ciudadanos, para obtener así la legitimación y respaldo que todo gobierno requiere permanentemente. Por otra parte, son los recursos sociales los que se invierten mediante la formulación de una estrategia política y económica que optimice el grado de satisfacción y bienestar de la población, utilizando el mínimo de capital y maximizando esfuerzos por parte del estado, para lo que se requiere actuar con un gran sentido de Responsabilidad Económica.
Esta combinación de motivaciones racionales y capacidad de gestión es lo que hace especialmente difícil y delicada la función pública, en sus instancias política y administrativa, puesto que el hombre de estado debe demostrar capacidad política y administrativa para formular la estrategia adecuada e impulsar la realización de objetivos y metas claras y legitimas, pero además, superar los conflictos que se originan por la competencia política y falta de cooperación que existe en la burocracia estatal y la eterna disputa por disponer de recursos escasos, olvidando o ignorando las razones por la que desempeñamos una función y la finalidad de nuestras organizaciones públicas. Hablamos entonces de luchar en contra del “circulo vicioso de la burocracia”.
Son precisamente estas distorsiones de la coherencia institucional las que deben ser rectificadas y evitadas, mediante un liderazgo enérgico y permanente, que enderece a tiempo cualquier decisión estratégica equivocada como resultado de estas maniobras políticas, pero que sepa proyectar con inteligencia, dedicación y ejemplo, cual es la visión que tenemos de nuestra sociedad del futuro. En definitiva, nuestros líderes políticos deben aspirar a la “calidad total” en el diseño de sus programas políticos, en la acción administrativa para la entrega de beneficios y provisión de bienes y servicios, en los requerimientos de las bases electorales, en las aspiraciones de la población en general, y en el control de los recursos sociales que el poder público utiliza. En definitiva, se trata de impulsar un liderazgo por valores por encima de capacidades administrativas y estratégicas reconocidas interiorizadas y acatadas por superiores y subalternos, al servicio de un propósito y un fuerte compromiso con la organización, Son estos valores superiores de ética y vocación al trabajo, de esfuerzo en equipo y , de calidad en el desempeño, de respeto a la meritocracia, de optimización del valor agregado, de compromiso y transparencia con el entorno, de compromiso confianza y comunicación con los demás, de honradez y equidad, con objetivos y metas precisas, lo que garantiza el buen funcionamiento organizacional por encima de normas y procedimientos en abundancia y detalle, bajo la difusión y supervisión de los líderes al frente del equipo.
Enriquecido el capital cultural organizacional con este tipo de comportamiento, interiorizados en el inconsciente colectivo estas normas y valores (como las mejores y los superiores), es la sociedad la que se convierte en nuestro catecismo político, en nuestra guía, en nuestro sustento moral, y su reconocimiento es lo único que otorga legitimidad a nuestras actuaciones. Es esta consistencia entre “cultura y acción organizacional” lo que evita precisamente la fracturación que históricamente ha causado tanto retraso en nuestras sociedades, cuando predomina el interés grupal o de individuos particulares, que a la larga, no solo afecta a la sociedad en su conjunto, sino que también perjudica los propios intereses de quienes promueven la irracionalidad política y social.
HARRY MARTÍN DORN HOLMANN
Quito, 05.02.2021